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Foto del escritorJijón Quelal

La biblioteca de los arrabales del sur




Aproximadamente a 4 kilómetros de la casa de Carlos Argentino, se encontraba la biblioteca que, aunque recóndita y de mala facha, pretendía mantener un cierto aire de nostalgia e intelectualidad tardía, por decir lo menos. Cada una de sus destartaladas paredes encogía la luz, permitiéndonos imaginar el grisáceo paso del tiempo y sus agrietadas marcas de la historia, sin alejarnos de un misterio húmedo y parpadeante.

 

Entré despacio, como no queriendo entrar, mirando alrededor, porque sospechaba que muchas personas, casi muebles en ese espacio, sabían a qué había venido. Caminé hacia el mostrador y, mirándonos sin mirar, atravesé los cristales redondos que sostenían la cabeza de un ser que, más que humano, era un alma en pena que ni siquiera pudo llegar al tan ansiado limbo.

 

 —Hola, ¿en qué te puedo ayudar? —me preguntó aquel hombre detrás del mueble de madera oscura, que surcaba una división entre nosotros.

 

—Vengo al cuarto detrás del buró —le dije sin mostrar ningún gesto.

 

Al fin me miró realmente.

 

—¿Detrás del buró? —me dijo por encima de sus cristales.

 

No respondí.

 

Hubo un silencio sepulcral entre nosotros; solo se escuchaba el rumor de los pasillos y una tos sempiterna en la lejanía.

 

No sabía si revelar lo que Carlos Argentino me había dicho cuando lo volví a ver después de la demolición de la casa de Beatriz Viterbo

 

 

—Tienes la Tournée de Dios —me atreví a decir, por decir cualquier cosa.

 

Una risa sardónica salió de la comisura de su boca.

 

—¿Poncela? —me dijo, casi incrédulo.

 

No entendí si se estaba burlando de mí o si comenzábamos a entablar una conversación de logia a la que no había sido invitado.

 

—¿Lo tienes? —alcancé a decir.

 

—Pase usted al fondo de la biblioteca —atinó a contestarme mientras me daba la espalda.

 

Caminé al fondo, pensando en que la historia de Carlos Argentino era una farsa y que solo quería jugar conmigo, sabiendo la ilusión que me daba volver a encontrar el Aleph en algún lado.

 

Sentado en el vacío más profundo de esa biblioteca, descubrí con enorme asombro que me encontraba completamente solo; no existía ni siquiera el más mínimo asomo de humanidad en ese lugar.

 

Oí un sonido grave y lento, un tanto tenebroso, de algo que, a mi parecer, no se movía solo.

 

—Sígueme —me dijo.

 

Me levanté con cautela, sin entender el misterio oculto detrás de sus palabras.

 

Me dio una lámpara que rápidamente vinculé con los tiempos del inicio de la República.

 

—Lo que buscas está ahí abajo.

 

Lo miré detenidamente y le di las gracias de manera salomónica. Me apresté a bajar las escaleras y solo volví a escuchar el mismo sonido grave detrás de mí, junto con una penetrante oscuridad que ni siquiera la lumbre de esa lámpara antigua podía disipar.

 

Bajé las escaleras como si estuviera viviendo alguna especie de historia policiaca, más con susto que otra cosa, pues ese era el lugar del cual me había hablado Carlos Argentino; eso quiere decir que no mentía y que, de alguna forma, al pedir el libro de la Tournée, di una pista de lo que realmente estaba buscando.

 

Ya en aquel sótano, la densidad del polvo se sentía como arenas movedizas. Todo tenía una capa grisácea que seguramente llevó unos años mantener en tal pulcritud, menos un libro que desprendía una reluciente y desagradable pulcritud, producto de algún manoseo precoz.

 

—El Diccionario de las Palabras del Mundo —decía en su portada.

 

En ese momento supe que estaba frente al grial que tanto anhelaba. Ese era el nuevo encuentro que podría tener con el Aleph.

 

Para mí, ese encuentro no tenía que ver con la posibilidad de descubrir, por sortilegio, un camino que conduzca, quizá, a la divinidad o al menos a un acercamiento profundo con lo divino. No. Mi búsqueda era personal; tenía que ver con las pérdidas y los encuentros, con la posibilidad de encontrar el camino que había desechado por no poder volver a ser feliz.

 

Tomé el libro y, con cuidado, limpié la mesa central de aquel lugar con un pañuelo que saqué de mi bolsillo. Golpeé la silla con la misma tela, esperando que algo convirtiera ese pedazo de tela en un ser eficaz al momento de la limpieza. No sucedió.

 

El Diccionario de las Palabras del Mundo era un libro enigmático; en él existían grafías que nunca había imaginado. Una vez más, no puedo describir con palabras, por más ridículo que parezca, lo que decían esas palabras. Era un montón de símbolos compuestos que no pretendían dar una lección ejemplificadora de lo que supone el aprendizaje lineal y ortodoxo de un texto académico.

 

Quería seguir leyendo, o quizá ya había leído demasiado y por eso escuché desde la parte superior:

 

—¡Eh, Borges! Ya es hora de que me vaya, y tú no pagarás las horas extra, así que, si querés, volvé mañana con unas medialunas y tratamos nuevamente de encontrar, ahora sí, la Tournée...

 

No dije nada.

 

Me levanté y volví a dejar todo en su sitio, para que algún día alguien lo encuentre como yo lo encontré.

 

En una desolada cafetería por la calle Liniers, en ella se encuentran Borges y el Subcomandante Marcos, hablando de todo un poco. Marcos, sin capucha pero con su icónica pipa, le pregunta a Borges:

 

—Pero cuéntame, ¿qué pasó después de haber encontrado aquel libro?

 

—Mi estimado Marcos, mejor dime cómo encontraste tú tu Aleph.

 

—Yo recorría las espesas selvas lacandonas, señalado, como dirían muchos, con el estigma del guerrillero matacapitalistas. Sin embargo, simplemente estaba buscando un lugar en el que quepan todos los lugares, un mundo posible entre todos los mundos, aquel espacio mágico que, por mágico, se convierte en peligroso. ¡Porque sueña, mi Jorch!

 

—¿Me quieres decir que tu Aleph es la caracola?

 

—No, mi estimado. Aunque quisiera yo decirte que ese ha sido mi más ansiado anhelo, no es más que la esperanza de un sueño; ese sueño de hormigas que se organizan para que nadie aprenda a usar la lupa en su contra.

 

Borges reía con su uso de palabras.

 

—Más bien —continuó Marcos—, mi Aleph está en mi gente, en aquellos que han aprendido a caminar sin zapatos por las ruinas de más de 500 años. Que han desmantelado el sueño capitalista, en el que la felicidad es el individuo y no la colectividad. O sea, estar juntitos, pues. Aquellos que han aprendido a alzar su voz sin dejar de enseñarnos con ternura, aquellas que no tienen miedo de mostrarse tal cual, porque ser tal cual es ser revolucionario.

 

Borges no sabía si decir algo o quedarse callado, pero en su gestualidad había ganas de hablar.

 

—¿Ser revolucionario es encontrar tu Aleph? —logró preguntar con asombro.

 

—Ser hormiga y no dejar que te pisen, mientras construyes tu hormiguero, que pa' pronto vamos a llamarle trinchera, es resistir. Y eso, aunque es muy revolucionario, más bien es sobrevivencia.

 

—Pensemos más bien como un caracol: este se mueve lentito, casi imperceptible; por eso, y porque queremos todo rápido, no estamos acostumbrados al leve movimiento perpetuo, ese que se da cuando alguien quiere llegar a algo, pero trae consigo sus ancestros, esos que resistieron por muchos años, pero que siempre estuvieron ahí, aquellos a los que nunca nadie vio, o no quisieron ver. Pero ahí siguen, dando batalla de forma lentita, ¡imperceptible, pues! Entonces, además de ir lento, ellos cargan una espiral que es el símbolo del perpetuo infinito, del caminar, no en línea recta como nos enseñan los gringos con sus carreteras eternas, sino más bien ir de a poco, conociendo dónde estás parado, dejando que tu entorno te cambie, pero para bien, porque lo conoces y él a ti.

 

—Esa es la revolución y eso, mi estimado Borges, es el Aleph.


 

Fin







24/08/2024

En las montañas interoceánicas de México






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